13 de mayo, 2020
Cuentan las malas lenguas que cuando yo apenas tenía catorce meses de edad fui la causante de que mi hermano mediano, Agustín, se llevara un injusto e inmerecido bofetón por parte de mi madre.
En aquella época, hace más de cincuenta años, vivíamos en San Cristóbal de la Polantera (León), mi pueblo natal y el de mi familia. Teníamos una bonita y humilde vivienda en lo que entonces llamaban las “casas baratas”, casas de dos plantas, con un pequeño jardín y una bonita galería de cristal, con persianas de madera verde, que recibía el calor del sol.
Una tarde primaveral de mayo o junio, mi madre se disponía a lavar la ropa en el pilón de cemento que había en la parte de atrás de la galería, mientras mi hermano y yo nos entreteníamos en el jardín. Yo a lo mío, que debían de ser por entonces las musarañas; y mi hermano, que a la sazón tendría unos seis años, con los “juegos de manos” de los niños precoces.
- Quédate aquí con la niña y vigílala, no te acerques con ella al pilón –le ordenó mi madre a Tinín (así le llamaban entonces).
- Sí, mamá –supongo que respondió mi travieso hermano.
Al cabo de un rato, mi madre que seguía con la faena, vio que yo estaba a su lado y a mi hermano que venía detrás. Se fue a por él y sin mediar palabra le endilgó un bofetón:
- ¿No te dije que no trajeras a la niña aquí, que se puede mojar y enfermar? -le preguntó muy airada.
- ¡¡¡¡Yo no fui!!!! Ella sola ha venido andando –respondió mi pobre hermano llorando desconsoladamente por el injusto castigo.
Entonces ambos comprobaron dos cosas: que la niña ya se estaba espabilando, al menos para tomar las de Villadiego por si solita; y que hacer conjeturas sin preguntar previamente puede llevar a errores de cálculo.
Seguramente, mi madre, como todas las buenas madres de este mundo, le respondería, que vale, pero que la torta se la quedaba para la próxima trastada, que seguro que la habría.
Y ya lo creo que hubo travesuras, o si no que le pregunten a mi hermano y a mi primo Arturo cómo uno me lanzaba desde lo alto del granero de la casa de mi primo mientras el otro me cogía al vuelo. Es posible que muchos de mis dislates actuales se deban a aquellos vapuleos de la infancia.
En cualquier caso, sé que esta historia no tiene nada que ver con el proceso de confinamiento, desescalada y otras zarandajas que nos ocupan desde hace dos meses y para el que he destinado este blog.
Pero, una, mi hermano me pidió que contara esta anécdota, y después de llevarse un bofetón por mi culpa (es posible que no fuera el único), es lo menos que le debo.
Y dos, porque si pudiera escaparme ahora de este estado de locura (perdón, quería decir de alarma) igual que siendo niña me escapé de la custodia de mi hermano, arrastras lo haría, arrastras…
Besos
Nota: como no encontré la casa de mis padres, he puesto la foto de la casa que construyó mi abuelo materno en el pueblo, ahora casa de turismo rural y que se mantiene igual que entonces.